Morbid Angel y la esencia de la vieja escuela

Era de esperar el lleno que tuvo la cuarta visita a Chile de estos monstruos del death metal. Cuando se para arriba del escenario ese gigante llamado David Vincent ya anticipábamos lo que nos depararía el show. Exclusivo para fanáticos, porque Morbid Angel no necesita traer un disco nuevo bajo el brazo. Su fanaticada agradece primero, el no olvidarnos, y luego un sinfín de degustaciones, joyas y lujos propios de una de la bandas pioneras en el desarrollo del género a nivel mundial.

Ellos componen, sienten, cantan y tocan distinto a cualquier otra banda. Desde el inicio con “Rapture” impactaron al público con claridad y potencia. Por su tratamiento acústico el Estadio Víctor Jara siempre presenta problemas de sonido desde algunos sectores. Más cerca de la altísima tarima y al centro del recinto se apreciaban con nitidez todos los detalles de la guitarra de Trey Azagthoth, quien hacia rugir las seis cuerdas en un desfile de instrumentos. Realmente este tipo tiene un estilo increíble para tocar, apasionado y a mil revoluciones.

Los fans coreaban todos los temas, en especial los clásicos “Chapel Of Ghouls” e “Immortal Rites”, tema con que incluso Vincent jugó con el público como el frontman de categoría que es. Punto aparte es el señor de los cambios de ritmo, Pete Sandoval en la batería, como nunca demostrando que es un maestro del death metal, imponiendo una técnica particular no solo basada en velocidad. Por el contrario, el latino demostró su destreza ejecutando quiebres y cambios de tempo al por mayor. Y una vez más nos llevamos halagos. “¡Son el mejor público!”, exclamó al final un sudoroso Pete Sandoval, con su característico look desgarbado, de bototos y bermudas.

En resumen, un show más que excelente. La audiencia cumplió con su presencia y entusiasmo antes y durante la presentación. Morbid Angel nos dejó otra vez más que satisfechos. Gracias.

Por Sergio Evans
Fotos por María Loreto Correa
Marzo, 2009

Tobías Sammet y compañía sedujeron al público chileno

Tobías Sammet ha de ser uno de los mejores frontmen de la camada noventera del heavy metal. Posee un registro vocal privilegiado como exige toda banda del género, pero sus cualidades exceden lo puramente musical. El menudo alemán es magnético, carismático e hilarante en muchos pasajes de sus actuaciones en vivo. Aunque las barreras idiomáticas podrían distanciarlo de los seguidores de otras lenguas, el hiperkinético cantante capta las particularidades de la gente que tiene delante y convierte un concierto en un show para añadir a la bitácora de los buenos recuerdos.

Fue suficiente que la asistencia advirtiera un parecido entre uno de los técnicos con Bon Jovi para que la próxima vez que éste apareciera en escena, ahora en una pausa para ajustar un detalle de los micrófonos, el blondo vocalista lo presentara como el mismísimo intérprete de “Living on a prayer” y acto seguido entonara el coro de la popular canción. En otra de sus varias ocurrencias afirmó que el baterista Felix Bohnke era sin dudas el mejor del planeta, aunque su virilidad no estuviera en concordancia. También instó a la audiencia a revalorizar su placa más reciente, “Tinnitus Sanctus”, pues tiene el potencial de alzarse en un clásico de la talla de “The number of the beast”. Sólo por mencionar algunas.

En su última visita a Chile Edguy ofreció un show contundente. Los músicos demostraron destreza y sencillez en la ejecución de los instrumentos y una complicidad festiva que traspasó al público en todo momento. El repertorio dio cuenta de la metamorfosis experimentada por Sammet, quien ya en el último volumen de Avantasia, su ópera metal, tomó distancia del pulso acelerado del power para acercarse al clásico sonido del hard rock. Balada incluida, “Save me”, la que en palabras del frontman es la canción que catapulta a la fama a una banda.

Pero hubo también instantes de nostalgia. El setlist devolvió al público a los mejores tiempos del happy metal, cuando los grupos desbordaban el Teatro Providencia en jornadas sin respiro. Quienes optaron por comprar boletos para un espectáculo de lucha libre programado para la misma fecha, como mencionó el intérprete en más de una ocasión, perdieron la oportunidad de corear los pegajosos “Tears of the Mandrake” o “Vain Glory Opera”. Los verdaderos estábamos en el concierto, aseveró Sammet. Y comprometió próxima visita dentro de dos años, además de garantizar que mientras Edguy exista como banda, Chile tendrá un cupo asegurado en su agenda de conciertos.

Sinister trajo la nostalgia noventera

Este era un show esperado hace rato por muchos fans a lo largo de Chile. Presenciamos el concierto ofrecido en el Galpón Víctor Jara, recinto que quedó pintado para tal evento. Porque Sinister obligadamente nos hace recordar sus inicios por allá en los noventa, cuando en estas tierras asistíamos a tocatas algo rústicas y en casos como el de Rancagua, organizadas en espacios prestados que normalmente cumplían otra función.

El show partió con los chilenos de Unblessed, con un brutal death metal directo y preciso. Luego fue el turno de los argentinos Exterminio, con una presentación algo más extensa, seguramente para justificar el viaje, también en un registro death metal con una voz ultra densa. Hasta ese momento la audiencia permanecía apática, pues la gran mayoría esperaba a los maestros del death metal, sin muchas ganas de apreciar el trabajo de los teloneros, cuestión en cierta forma entendible ya que según ellos se trata de un público más extremo y exigente. Aunque no puede obviarse que en su generalidad cae en el tipico chaqueteo o la preferencia a ojos cerrados de lo que nos traen del exterior mientras lo nacional se hace mierda o se mira con indiferencia. Fue el caso de la tercera banda telonera, Desire of Pain, formada por adolescentes que dejaron sobre el escenario toda su destreza en los instrumentos. En otro teatro y ante un público distinto les va espectacular.

A esa hora la audiencia había ingresado en su totalidad, a la espera de los primeros acordes de la única guitarra en Sinister. Porque estos holandeses cultivan este clásico estilo de death metal con solo seis cuerdas. Las armonías están de sobra. Todo se vuelve un torbellino de emociones cuando se abren las cortinas y aparecen estos tres calvos al frente, imponentes frente al brutal público que los esperaba ya casi delirante. Su show es preciso, contundente, matizado por los breves samples entre tema y tema. Se aprecia de inmediato un cañonazo de sonido, un muro impenetrable.

Los fans comienzan a practicar los primeros “stench” desde el escenario y la banda hace notar su agradecimiento entregando sus mejores temas. De verdad éste era su mejor público como lo dijo en un break el vocalista Adrie Kloosterwaard. La pura verdad, si la asistencia coreaba todos los temas. Un show magnífico de principio a fin. Me gustaría destacar la incorporación de Edwin van den Eeden en batería, quien demostró una técnica extraordinaria, rapidez y brutalidad sin parafernalia. Por el contrario, una sencillez digna de imitar en estos lugares. Después de un bis de dos temas los europeos abandonaron el escenario dejándonos más que satisfechos, con la esperanza de volver a verlos al sur del mundo.

Por Sergio Evans
Febrero, 2009

La antológica presentación de In Flames en Chile

In Flames desplomó los escrúpulos. Los prejuicios nacidos al tenor de la americanización de su sonido, las desusadas extravagancias de rockstars como la de beber licores que ni siquiera figuran en las estanterías nacionales y hasta la idea preconcebida de que sería un show adolescente quedaron evaporados en el aire húmedo de la pista de la discoteque Blondie durante el debut de los pioneros del death metal sueco en suelo chileno.

La curiosidad por asistir a la primera presentación de la banda fue saciada con creces por los intérpretes de “Pinball Map”. In Flames desplegó un repertorio extendido de 18 temas que comprendió todas las etapas de su carrera. Desde el comienzo como emblemas del género que más bandas ha exportado su país, la transición hacia Estados Unidos incorporando elementos propios del nu metal y lo más nuevo incluido en su placa “A sense of purpose”. Una presentación enegética de comienzo a fin, graficable en la espesa cabellera de Anders Friden agitándose en cada momento en que no había voces.

El carismático líder dialogó con la sudorosa masa que repletó Blondie. Y es que la efervescencia del público local de la que pueden dar cuenta desde las estrellas del pop a los ídolos del rock es una verdad indesmentible. Así el vocalista alabó la capacidad de seguir todas las canciones a diferencia de los europeos que, cómo no, están habituados a una cartelera mil por ciento más intensa que la registrada en una nación que cuelga del subcontinente americano.

La ausencia de Jesper Strömblad, quien tomó un receso para asumir sus problemas con el alcohol, no disminuyó la presencia musical de los suecos. La banda halló un excelente reemplazante en Niclas Engelin, quien por su amistad con el quinteto de Gotemburgo evidenció una afinidad escénica de quien podría llevar años interpretando los mismos temas. Todavía quedan muchos meses antes de los recuentos, pero de inmediato anoto éste para la posteridad.

Los segundos de gloria de los fans de LM.C


El movimiento de manos de Maya y la mirada claramente dirigida hacia la tribuna alta del Normadie bastó para que dos frenéticos adolescentes se dieran por recompensados. Pero un centenar de fanáticos más ortodoxos demandó un encuentro más próximo con sus ídolos en la forma de un fugaz intercambio de palabras, si es que cabe entre dos personas que no hablan la misma lengua, y que les significó pagar la nada despreciable suma de 60 mil pesos.

El nuevo concepto acuñado por las productoras, el “meet and greet” o “conocer y saludar” traducido al castellano, no pudo ajustarse mejor a su definición. Porque los fanáticos vieron a sus estrellas por escasos segundos, medio nerviosos besaron sus mejillas y rozaron sus manos y fueron despedidos en un santiamén obsequiándoles una postal de su último disco previamente autografiada. Todo supervisado por un estricto grupo de asistentes que velaba por el cumplimiento de los rígidos cánones nipones.

Fue el souvenir más caro de sus vidas. Aún así, los fans salieron del teatro estremecidos, estrechándose en apretados abrazos como si acabaran de asistir a la aparición de un santo. Es que las corrientes musicales provenientes de Japón despiertan pasiones incomprensibles para quien la expresión superlativa de un ídolo musical es Iron Maiden o en el último de los casos, un baladista pseudo romántico de la escuela de Marco Antonio Solís. Aunque en esencia todos los fanatismos compartan patrones similares.

Los muchachos siguen los coros interpretados en japonés, emulan el estilo de vestir de sus íconos, su manera de peinarse y desembolsan cuantiosos montos a una edad en que todavía dependen del poder adquisitivo de sus padres. Quizá por ello otro centenar de chiquillos, menos afortunados, siguió todo el recital abrazado a las puertas del teatro, apelando a la misericordia de la producción para ingresar por menos de los 20 mil pesos que costaba el boleto más barato.

Superado el obstáculo del dinero, los fans enfrentaron una segunda limitación. Nada de fotografías. Fue un requerimiento expreso de la banda y una comitiva de manejadores de ojos rasgados obligó a los jóvenes a desprenderse de cámaras compactas y teléfonos celulares antes de acceder al recinto. Así, terminado el concierto, una fan de Coquimbo se debatía entre aguardar a que el staff dispusiera de tiempo para devolverle su cámara o correr al terminal para alcanzar el bus de regreso.

Al interior del teatro se respiraba un aire húmedo y pringoso. La que apareció en el escenario fue una banda que respondió al estereotipo de rockero japonés. Hombres que fácilmente pasarían por mujeres. Maquillados y de piel tan tersa que ya se la quisiera una marca de cosméticos. El idioma fue un detalle. Luego de una tanda de canciones, Maya consultaba un ayuda memoria de frases hechas en castellano y mascullaba expresiones ininteligibles en japonés que el público respondía como si las comprendiera a cabalidad. Y es que no importaba lo que dijera o interpretara. Ni siquiera la gárgara de agua mineral que lanzó sobre la primera fila. Porque un ídolo merece concesiones inimaginables para el resto de los mortales.