Anathema: tan sombríos como siempre

Qué difícil hablar de Anathema al verlos en vivo por primera vez. Es una de mis bandas favoritas, de aquellas que poseen la virtud de trastornarme mediante una dosis desgarradora de emotividad, como sucedió cuando conocí el Ep “Crestfallen”. Cada cierto tiempo vuelvo a escuchar ese material y me estremezco tal como me ocurrió cuando unos amigos me lo grabaron en un casete de marca TDK. De ahí en adelante la música cambió demasiado y de cierta manera hace tiempo no despertaba mi atención.

Tener la oportunidad de verlos tan cerca me hizo darles una segunda mirada. No piensen que soy extremista, “true” u otras estupideces por el estilo. Si escuchan el disco del cual les hablo se darán cuenta del porqué esculpió en mí una huella tan profunda. En este show se pudo apreciar este cambio cada vez más aplastante. Ya ni siquiera ingresan en la categoría de metal: ausencia de distorsión en las cuerdas, guitarras tradicionales, actitud de niños buenos y un arsenal de teclados y efectos a lo Pink Floyd.

Anathema tocó un repertorio extendido para deleite de sus fanáticos. Geniales fueron las interpretaciones de los temas que más me gustan de su etapa más popular: inician con “Empty” y dan paso rápidamente a “Closer”, que en el escenario alcanza momentos de locura debido a la combinación de tantos elementos in crescendo. Siguieron otros como “Hope”, el clásico “Deep” pegadito del que considero el mejor tema doom que han creado: “Lost Control”.

El piano más triste y desquiciado de su discografía inundó de tristeza y amargura el Caupolicán. Lo interpretaron increíblemente, al punto de hacerme caer en un llanto agónico, efecto que pocas bandas del estilo provocan en mí. Entonces me detuve y dije: “mierda el tema bueno, simplemente magistral en vivo”. Estos tipos aún merecen mi respeto por más cambios que hayan experimentado.

Por Sergio Evans

Anathema ya no es rock, es religión

Los seguidores más dogmáticos del doom insisten en que Anathema no es la banda de antes. A la pléyade de fanáticos que los sigue de manera casi religiosa poco les importa si a principios de los noventa los tipos que tienen en frente editaron un álbum que se alzó como referente de un género que ya no practican. Mientras algunos se resisten a digerir esta versión suavizada de los mismos que antes lucieran tan rudos como el metal ordena, la mayoría aprecia la aguzada sensibilidad de los hermanos Cavanagh.

No sé en qué momento la devoción por la ahora banda de rock progresivo se convirtió en un culto. Porque todos los grupos poseen fans, pero no cualquiera presume de la incondicionalidad de los admiradores de Anathema. Los británicos tienen un organizado fans club local que deliró en 2006 con el primer recital de la banda en Chile y que siguió todas las alternativas de la nueva visita, incluyendo la programación de una fiesta post concierto.

La segunda presentación de Anathema en estas latitudes tuvo varios puntos altos. Primero, un extenso repertorio que valió cada peso de los boletos adquiridos. Los asistentes experimentamos un viaje por la discografía de los británicos que tuvo arrebatos de pura adrenalina en temas como “Panic” e instantes de exquisita intimidad durante la intervención de la seductora voz de Lee Douglas en cortes como “A natural disaster” y “Temporary peace”.

Hacia el final, canciones tan emocionales como “One last goodbye”, la versión acústica para “Wasted years” de Iron Maiden, un auténtico lujo ofrendado por Danny Cavanagh, y la escena que quedará grabada en la memoria de los asistentes. “¡Buenas noches Chile!”, exclama Vincent mientras toma impulso como si fuese a lanzarse hacia el público. En una fracción de segundos el vocalista se zambulle en medio de una masa de fans apasionados. Si aquello no es frenesí, ¿entonces qué?