Recuerdos de metal I: tapes y esmalte de uñas

Hace rato deseaba publicar mis memorias. Quería recordar amigos y situaciones vividas durante los años en que no había acceso a todo lo que hoy está al alcance de un click. Quienes fuimos adolescentes en esa época nos arreglábamos como fuese para conseguir música. En Rancagua las dificultades se multiplicaban. El circuito era reducido y los tapes circulaban infinitas veces de un lado a otro. Más de alguien recordará.

Eran los años en que si deseabas una copia tenías que iniciar un ritual de grabación a partir del original o de una reproducción más o menos decente. ¿Que hacíamos entonces? Éramos pocos los que viajábamos a Santiago en búsqueda de álbumes. En ese tiempo -entre 1985 y principios de los noventa- mi hermana mayor estudiaba en la Universidad de Chile y los fines de semana o si tenía libre en el Liceo Industrial me escapaba para allá.

Cuando regresabas con un tape lo mostrabas a tus amigos y compañeros de colegio. Eran cintas de muy mala calidad, algo así como la décima copia de la réplica. Un vinilo era privilegio casi de elite y copiábamos casetes. Aunque tampoco en todas las casas había radio grabadora y si tu familia tenía una no la prestaría para que llegaras con tus amigos a meterle mano. Aparecieron unos equipos que reducían el tiempo del proceso. Te demorabas menos en duplicar, pero el resultado era horrible.

Todavía recuerdo que comenzaron a vender unos packs de cinco cintas a mil pesos. Era tiempo de abrir un poco el mercado ¿no? Antes de eso los tapes traían tornillos y como era usual que las cintas se enredaran había que cortar y pegarlas con esmalte de uñas. Corría el rumor que algunos destapaban el casete y cambiaban la cinta original por la copia. Vivíamos el reinado de Maxell, TDK, Sony y Phillips.

Dedico estos párrafos a un gran compañero de esos años. Sin su amistad no sería el mismo. Hablo de Rolando Riveros, que pucha que me prestó material: cintas, revistas, fanzines y lo más importante, me enseñó que podía tocar guitarra. Que en paz descanses Rolo.

Por Sergio Evans